lunes, 7 de junio de 2010
DOMINGO EN LA FERIA
Los feriantes la piropeaban cada vez que se podía, y sentía ganas de decirles que se callaran, que la dejaran tranquila porque era mía. Quería decirles que estaba loco por ella. Y los miraba con rabia, y siempre me encontraba con la amplia y sin una par de dientes, sonrisa del Chalo que me miraba como burlándose de mí.
La Gaby no respondía, sólo proseguía con las tareas de cada mañana de Feria. Y yo en cambio, sólo la miraba. Era tan linda, como artista de cine. Pero sabía que un roto como yo… ¿qué le podía ofrecerle a ella? Si cuando la venía a dejar el musculoso ese que tenía de enamorao, me dentraba una cosa tan terrible, que casi se me daba vuelta la vianda.
Ese Domingo eran casi las diez, cuando la vino a buscar el amachao ese tal por cual, la gritoneó y le recordó con un par de empujones quien mandaba. Cada uno de nosotros siguió acomodando su mercadería sin parar siquiera mientras la mirábamos con rabia y pena a la vez. Entonces, mientras se me colaba el fuerte aroma del cilantro por entre la nariz, escuché que la Gaby le gritaba que la dejara tranquila, que ya estaba aburrida y que lo iba a dejar. Los ladridos del Toro no cesaban mientras le mostraba los dientes al choro, que le tiraba patadas hacia atrás mientras empujaba a la Gaby. Ella sólo intentaba hacerlo callar mientras lo tomaba en brazos para calmarlo.
A la Chabela se le doblaron las rodillas cuando escuchó la cachetada que le había enrojecido la cara a la dueña de mi corazón. Se afirmó de mí y me dijo que le daba miedo que el musculoso le hiciera algo a la Gaby, porque una vez ella le había contado que en la cana era el más choro. Y yo quería puro pegarle. Apreté fuerte los puños y me dispuse a armarle la mocha, pero la Chabela me agarró fuerte y me pidió que no lo hiciera, porque la Gaby pagaría después si me agarraba a coscachos con él.
Los chiflidos y golpeteos en los cajones vacíos, eran lo que se escuchaba a su paso mientras él la empujaba hacia el auto ese, todo lleno focos. Una rabia incontenible me entró cuando él la agarró por las nalgas para meterla al auto. Igual me dio miedo cuando La Gaby se volteó bruscamente para mirarlo a la cara, y el musculoso sólo la miró con una sonrisa empapada en burla.
- Chabela! -escuché a la Gaby gritando desde el auto- no me dejí’ el puesto botáo’…
- No te preocupí Gaby! –respondió la Chabela mientras corría hasta la puerta del auto- Yo te guardo la mercadería, el Chalo me va a ayudar…
No pudo responder. Se puso la mano en la garganta como diciéndole que se le anudaba, como que dejaba pasar un hilo de saliva que tragaba mientras las lágrimas corrían por sus mejillas hasta empapar el pañuelo rojo que le adornaba el cuello.
El mismo pañuelo que aún llevaba al cuello cuando la fuimos a buscar con la Chabela al Instituto Médico Legal. El guardia nos entregó al Toro, no dejaba de aullar mientras trataba de soltarse la cuerda que tenía amarrada al cuello. Nos dijo que lo habían traído con el cuerpo y que lo había sacado de la Sala a tirones entre intentos por morderlo.
Nadie nos supo decir qué le había pasado a la Gaby. Lo único que dijeron era que la habían encontrado en el sitio eriazo, ese que estaba cerca de donde vivía ella en La Pintana. Entramos a la Sala con la Chabela y la miré acostada sobre esa fría camilla de metal. Estaba tan linda como siempre. Un poco más pálida, pero igual de linda. La Chabela rompió a llorar cuando me vio que yo me inclinaba para darle un beso. El beso que quería darle siempre que la miraba acomodando las verduras. Igual que la última vez, el Domingo en la Feria.
jueves, 10 de diciembre de 2009
PRESBICIA
Desde hace algún tiempo, demasiado para mi gusto, pero muy poco como para decir que sufro de una dolencia, he notado algunos cambios en mi capacidad visual. Debido a los signos inevitables de esta pequeña incapacidad, algunos conocidos, amigos, familiares, compañeros de trabajo y algún admirador, han tenido la delicadeza de recordarme que los años pasan y que eso representa, una muestra más de desgaste. Debido a los, cada día más frecuentes comentarios, busqué en Internet y me encontré con esta simple y breve definición científica de
“La presbicia es la dificultad para enfocar o ver nítidamente de cerca (leer un libro por ejemplo) debido a causas fisiológicas (envejecimiento del cristalino por la edad). Independientemente que el conducto del lagrimal esté más o menos sucio, al estar forzando constantemente por enfocar de cerca se produce ese enrojecimiento, el lagrimeo y el dolor de cabeza. Si quiere ver bien y no tener todas esas molestias, ya va siendo hora de usar gafas para cerca.”
Esta “dificultad” como se define a este desagradable defecto, también como se indica en el texto, provocado por un “envejecimiento” del cristalino, condición que obviamente va a la par con el resto de mi fisionomía, ha traído consigo una serie de efectos secundarios.
En primer lugar, las arrugas alrededor de mis ojos y bolsas debajo de ellos, se suman a las líneas de expresión en mi frente. La papada se me ha superdesarrollado al intentar alejar de mi vista cualquier escrito, haciendo un gesto de echar mi cabeza hacia atrás. Para qué mencionar las canas que se han multiplicado en forma inexplicable al ver los valores que debo pagar por una consulta al oftalmólogo, la receta de los cristales en la óptica y el impensable el precio de los marcos deliciosamente bien diseñados por algún italiano de moda.
Ni imaginar lo vergonzoso que es intentar leer la etiqueta de un producto en el supermercado, las emotivas líneas de la tarjeta escondida a medias en el ramo de flores que recibí para el día de la Secretaria, el comprobante de carga en mi tarjeta Bip al salir de la caja en el Metro, el inesperado mensaje de texto que recibí esta mañana en mi celular… sólo alcancé a leer el nombre de mi cuasi pareja, porque a estas alturas de mi vida no quiero escuchar a mis amigos decir que me creo de quince diciendo que tengo “pololo”. Y todo esto, por la poco atractiva e intelectual imagen que considero que adopto al momento de ponerme mis “gafas para leer”.
Lo único que me deja conforme y tranquila es que, a pesar de la Presbicia, mi nueva y querida compañera, aún hay cosas que debo hacer de muy cerca y para las cuales no necesito usar mis gafas…
miércoles, 9 de diciembre de 2009
DDHH
Recordé a la abuela de 80 años que pide limosna afuera del Banco en Irarrázaval, a vista gorda de todos los que caminamos sin siquiera detenernos a saber quien es… o era, porque poco queda de la que pudo ser en el pasado, antes de vivir sus últimos años abandonada y olvidada por el hijo al cual amaba más que a nada en el mundo. Recordé al niño de seis años, que toca mi ventanilla en el semáforo de la Alameda para venderme un par de dulces, quien sabe de qué procedencia… o qué tuvo que hacer para conseguirlos, y que además se llevará un fuerte castigo físico y, peor aún psicológico, por no haber vendido todo. Recordé a la mujer con el ojo amoratado debido a los golpes y abusos del mantenido, alcohólico y mujeriego conviviente, y que el miedo la hace mantener silencio ante las reiteradas violaciones a sus dos hijas. Recordé a la chica de quince años que se prostituye en la Rotonda Quilín, para poder poner un plato de comida en la mesa donde se sienta una madre alcohólica, y seis de sus ocho hermanos, porque los dos mayores están presos. Recordé la imagen de la mujer de traje y tacones, que se levanta una y otra vez del pavimento de la Alameda, víctima del chorro de agua que la policía lanzaba en su contra, sólo por reclamar sus derechos. Recordé al bebé de seis meses que murió en la sala de espera del hospital, en los brazos de su desesperada madre cesante, porque no contamos con una digna atención médica para nuestros pobres. Recordé a la viuda de un desaparecido que llora cada vez que recuerda a su amante esposo, a quien tuvo a su lado apenas dos años y un par de meses, y que ahora celebra sola su aniversario número 32. Recordé al joven mapuche que es apartado en todo su amplio e indigno contexto, que alza un tronco en la mano derecha y levanta la izquierda tratando de detener el paso de un camión transportando parte de su vegetación nativa. Recordé a la niña de 14 años que yace inerte en el terreno baldío de la periferia de su población, víctima del violador que la tenía entre ceja y ceja desde que tenía 12. Recordé al genio de la familia, que no podrá ver cumplido su sueño de convertirse en el Ingeniero Titulado con Honores, porque su padre gana el mínimo y la mitad se va en medicamentos y calmantes para ayudar a aminorar el dolor de una madre cancerosa. Recordé a la madre de tres hijos, acabada por el alcohol que calma su angustia, por el abandono del hombre que amaba y decidió partir con otra. Recordé el llanto inconsolable del padre que corre cargando a su hijo de apenas 9 años, abatido en un tiroteo entre mafiosos y narcotraficantes en la plaza de la esquina. Recordé al técnico de 30 años que reparaba todos los desperfectos en la casa de mi familia, y que ahora detuvieron asaltando la Farmacia de Providencia porque la cesantía lo tenía por las bolas. Recordé a la María y su foto en primera plana, y si ayer no encontraba pega como la buena actriz que era, ahora menos logrará algo digno después de declararse culpable de traficar droga para poder alimentar a sus hijos. Recordé a la mujer que duerme en el sillón desde hace cuatro noches, cuando descubrió que su esposo la engañaba, el mismo que prometió ante el santísimo fidelidad, respeto y un montón de huevadas más. Recordé al mendigo que se mantiene en mi retina desde mis 20 años, cuando lo vi en Portugal, durmiendo entre frazadas viejas y abrigado con el calor de tres de los perros más fieles del mundo. Recordé a la abuela que es tratada con ignorancia y desprecio, sólo por el hecho de ser vieja y no recordar claramente cual era el nombre de cada uno de sus cuatro hijos.
Y pensé en la gran tarea que tenía por delante, para demostrar que esta Declaración, como dije antes, no es sólo un papel con un montón de palabras. Finalmente, recordé a Wang Weilin, el joven estudiante chino que con bandera blanca en mano, hace 20 años se interpuso al paso de una fila de tanques, y que yo de alguna manera también puedo y debo interponerme al paso del tanque que atropella los derechos de cada uno de los personajes que volvieron a mi memoria…
lunes, 7 de diciembre de 2009
Y SOÑÉ...
No pude evitar mirar hacia el farol de la vereda del frente, donde una pareja se comía a besos como si no existiera nada a su alrededor. Ella reía suavemente, pero a esas horas era lo único que se escuchaba en esa pequeña calle. No puedo negar que sentí un dejo morboso al quedarme observando cómo su falda se levantaba mientras las manos de su amante exploraban su entrepierna. Entonces levantó su cabeza y me miró. Todo a su alrededor parecía gris, y sólo sus labios encendidos mostraban un intenso color rojo. No me apartó la mirada a pesar de las atrevidas y excitantes caricias de su amante.
Cerré abruptamente la ventana y me metí nuevamente a la cama, mojando la almohada con mi pelo. Lentamente sentí que mi cuerpo se entibiaba. Tomé un cigarrillo de la mesita y lo encendí con ansias, fue entonces que me invadió esa tos que me hacía pensar que moriría al siguiente minuto y, a pesar de eso fumé hasta apagar la colilla que casi quemaba mis dedos. Miré el reloj cambiando al instante de las dos cincuenta y nueve a las tres, como burlándose de mi insomnio. Entonces, a medida que mi cuerpo volvía a entibiarse, los párpados comenzaron a sentir el peso y me invadió el sueño. Pesaban a cada segundo más, mi respiración se hacía más profunda, y soñé...
Soñé con el sonido de los tacones que suben la escalera y se detienen frente a mi puerta para luego escuchar los suaves golpes en ella. Me levanto y siento el frío en mis pies al caminar hacia la puerta. Al abrirla, ella de pié sonríe. Entra sin pronunciar palabra alguna mientras desabotona su abrigo. Lo deja delicadamente sobre la silla para sin siquiera pronunciar palabra, sentarse sobre mi cama. Toma uno de mis cigarros y lo enciende. Me siento entonces junto a ella para deleitarme con sus gestos, acerca su mano a mi boca para darme de fumar. Mis ojos se deslizan por entre su escote maravillándose con lo perfecto de sus líneas. Mis manos ni lo dudan y comienzan a acariciarla por completo. Siento su calor, la suavidad de su piel y su aroma envolviéndome y llevándome tan lejos. Y ese sueño a cada segundo se torna más real… tan real que a ratos me hace sentir escalofríos. Tan real como para sentir que me acerco al clímax.
Y entonces su cuerpo delgado y ardiente, se inclina sobre mí hasta quedar recostados, uno sobre el otro. Y la beso. La beso en su boca roja, y en sus pechos y en su vientre. Y la tomo entre mis brazos y la volteo hasta hacerla mi presa. Y la aprisiono entre mis brazos. Y pierdo la cabeza mientras me sumo entre sus piernas hasta beber de su sexo. Y la tomo y la volteo, la levanto con exquisita timidez y a su vez atrevimiento hasta sentir cómo separa sus piernas y me monta cual corcel, y la escucho gemir mientras me envuelve con su flor, aprisiona mi miembro y me enloquece.
Y miro su boca, tan roja y encendida. Y su pelo cubriendo a medias sus pechos y mis dedos enredándole los rizos, suaves y a al vez enmarañados, que resbalan llegando a sus caderas.
Y me entrego y la amo. La amo hasta querer morir en ese instante glorioso. Pero a la vez… la odio. La odio por no ser real. Por existir sólo en mi mente… mi retorcida mente. Y siento ese agudo dolor disfrazado de placer. Desfallezco en el éxtasis y abandono mi cuerpo y su carne.
Abruptamente despierto y la veo. Es real. La veo al mirar el espejo… es mi propio reflejo. Logro salir por completo de ese sueño y me miro sorprendida a medio envolver entre las sábanas, aún mostrándome los signos del más extraño, excitante y retorcido sueño. El sueño en el que soy un hombre…
jueves, 3 de diciembre de 2009
TANGO
CAFÉ INVERNAL
Camino por las sucias, mojadas y frías calles sin vida, casi sin mirar estos cabizbajos transeúntes que se cruzan en mi interminable y frío camino al centro. Y entonces comienza esta triste y pausada banda sonora que me envuelve, esta suave y un tanto oscura melodía que marca el lento ritmo de mi caminar.
Corro al cruzar la calle. Quiero entrar cuanto antes al Café. Antes de cerrar la puerta, puedo sentir esa tibia brisa que alcanza a rozar mi cara anunciando un aguacero. Esa brisa que a veces se convierte en viento y levanta sin previo aviso todo a su paso. Cierro la puerta y camino hacia el ventanal que da hacia la calle para sentarme, como siempre, en una de las mesitas para extasiarme con esta matinée. Puedo ver ahora, presas de este viento, las secas hojas caídas, que dejan desnudos esos árboles mostrando ahora su delgadez. Una que otra bufanda está a punto de ser arrancada de un abrigado cuello. Esos largos y ondulados cabellos azabache parecen danzar alegremente por los aires. Una larga falda que, levantándose inesperadamente me deja apreciar la maravillosa estética de aquella desprevenida chica. Un tipo trata de mantener pegado a su cuerpo el abrigo a medio cerrar por el apuro al salir de la oficina. Y todo objeto que, al interrumpir su paso libre e impredecible, parece cobrar vida propia.
Después de pedir el exquisito y con ansias esperado café Irlandés, me quedo absorto mirando la agraciada chica que baja de un taxi, tratando a tirones de sacar sus paquetes mientras ríe haciendo el inútil esfuerzo de atrapar los papeles que este bienintencionado viento le arranca repentinamente de entre las manos. Entonces este joven sin siquiera hablar, aparece de la nada y comienza a coger cada uno de los papeles que intentan levantar vuelo entremedio de los dos. Ella lo mira un tanto sorprendida, para luego transformar esa expresión en un intercambio de palabras y sonrisas.
Después de lograr entregarle la completa colección de notas, la detiene tomando suavemente su brazo derecho, ella voltea aún con la sonrisa amplia y luminosa. Apenas logrando levantar un par de sus dedos cubiertos por guantes de cuero negro, toma el trozo de papel que él le entrega. Después de presenciar esta fiesta de sonrisas y delicados flirteos, los puedo ver despedirse, besándose tímidamente en la mejilla. No los pierdo de vista hasta que desaparecen, ella doblando la esquina hacia Monjitas y él cruzando la calle hacia el poniente. Sigo mirando hacia un lado y al otro de la calle, creo que con la esperanza de verlos aparecer y encontrarse nuevamente, besándose esta vez no en la mejilla, ni tan tímidamente. Mi espíritu de joven e inexperto cupido, frustrado al no cumplir las expectativas de presenciar el comienzo de un nuevo romance, guarda una vez más el arco, y pierde una más de sus erradas flechas.
Siento el agradable y reconfortante aroma que despide la taza que la chica de siempre pone en la mesita frente a mí. Y mientras lo revuelvo para mezclar el dulzor de la crema con la amargura del café y la intensidad del licor, me detengo a disfrutar lo agradable que puede ser este interminable, frío y gris invierno…
martes, 1 de diciembre de 2009
VECINOS
Ya casi no salgo durante mis días libres para verlo aunque sea unos minutos. Lo escucho cuando sale al jardín y poda las hortensias. A veces silba o tararea una de mis canciones favoritas. Sonrío mientras me deleito con su varonil y melódica voz al otro lado de la pequeña, pero virginal e invicta reja que nos separa. Puedo verlo perfectamente por sobre ella, pero prefiero no hacerle saber que estoy pendiente de la poda de sus plantas. Lo he visto barrer las hojas que alfombran su jardín durante el otoño. He llegado a alucinar durante el verano, mientras toma uno que otro baño de sol y yo ojeo el diario con mis gafas oscuras.
Yo no sé si mi gata lo intuye, pero cada vez que salgo al jardín, salta y se posa en esa reja, como desafiándome a acercarme a esta frontera. Voltea y mira hacia la casa contigua, como indicándome que él está ahí, esperando a que la tome en mis brazos, lo mire e inicie una amena conversación. Lo único que resulta, es que los temores e inseguridades de esta incontrolable timidez, me invadan sin dejarme tregua alguna.
Hace unos días me sorprendió mientras intentaba cerrar la puerta del auto y a la vez, trataba de afirmar los paquetes que no me permitían mirar hacia delante. Sólo se acercó y tomó suavemente uno de ellos para cargarlo hasta mi puerta. No pronunciamos palabra alguna, sólo la dejó en el suelo junto a mí. Al momento de irse, dijo algo… no recuerdo bien qué. Y yo, al borde de la catarsis sólo pude pronunciar un débil y gutural “gracias”.
Entré y cerré tras de mí la puerta, para encontrarme con una estúpida expresión en el espejo. Pude admirar una mezcla de sorpresa, ausencia, estupidez y no sé que otra clase de reacción de adolescente ensimismada por el breve encuentro con el que sería eternamente mi platónico amado.
Hoy lo vi nuevamente. Saltó con un solo impulso la reja que separa mi jardín del suyo. Corrió hacia mí sin dejar de sonreír. Yo, estupefacta lo miré sin siquiera soltar el regador, hasta que me obligó a cerrar los ojos cuando sentí sus labios aprisionando los míos para robarme un maravilloso beso…